El Congreso de los Diputados y las Diputadas aprobó ayer, 7 de junio, la toma en consideración de la Proposición de Ley Orgánica presentada por el grupo parlamentario socialista por la que se plantea, como indica su título, la modificación del Código Penal con el objetivo de “prohibir el proxenetismo en todas sus formas”. Los votos a favor fueron 232 frente a 38 en contra y 69 abstenciones. El apoyo del Partido Popular fue clave para que la propuesta saliera adelante, ya que la iniciativa socialista generó tensiones entre los grupos que apoyan al gobierno – PNY o EH Bildu anunciaron su abstención -, así como fracturas dentro de Unidas Podemos. Los siete diputados de En Comú Podem rompieron la disciplina del partido y votaron en contra.
En los medios de comunicación, pero sobre todo en las redes sociales, el debate en torno a esta proposición ha sido intenso, y con frecuencia tenso. Junto a las posiciones que tradicionalmente se han dividido en dos sectores, el regulacionismo y el abolicionismo, han abundado las aportaciones sin mucho criterio jurídico y más esclavas de los polos ideológicos que de un sensato análisis de los derechos en juego. Un análisis que, por otra parte, me temo que es imposible en unos espacios digitales dominados por la inmediatez, la ira y la superficialidad. Yendo más allá de las tensiones políticas entre los socios de gobierno con respecto a las iniciativas relacionadas con Igualdad, y que nos darían un contexto que nos el objeto de estas líneas, sería oportuno apuntar algunas reflexiones en torno a lo que representa la Proposición socialista y al sentido jurídico desde el que debe ser analizada.
De entrada, y para que quede claro con respecto a las muchas confusiones que se han generado en estos días, son cosas muy distintas desde el punto de vista jurídico la prohibición y la abolición. La segunda es una propuesta mucho más ambiciosa, que persigue liquidar lo que de manera más ajustada deberíamos considerar “sistema prostitucional” y que se enmarca en una política de emancipación del ser humano, de lucha por sus derechos y de construcción de un marco de convivencia en el que la dignidad de todos y de todas esté suficientemente garantizada. El horizonte pues de la abolición, que lógicamente está irremediablemente unido a un marco transnacional y a las dinámicas que genera una industria del sexo que no entiende de fronteras, no se alcanza por obra y gracia de una ley, por más orgánica que sea. Necesitará, claro está, de una ley o varias – a ser posible, una ley integral que aborde todas las formas de explotación sexual – y sobre todo de una suma de políticas públicas de diversa índole que hagan real el objetivo de erradicar una de las más dramáticas formas de servidumbre de los seres humanos.
La prohibición ha sido la herramienta jurídica usada en muchos momentos de la historia, incluso por regímenes políticos nada sospechosos de ser cómplices con los derechos de las mujeres, para tratar de erradicar, al menos de los espacios públicos y visibles, una práctica que más bien se consideraba que atentaba contra el orden público o la moral. No solía haber en estas prácticas prohibicionistas una especial sensibilidad hacia los derechos de las mujeres, más allá de un cierto tono paternalista y proteccionista. Y por supuesto en ningún caso esta apuesta supuso acabar con la institución, que continuó teniendo vida “al margen de la ley”.
La proposición socialista lo único que hace, y no es poco, es ampliar las previsiones de nuestro limitadísimo Código Penal en este materia, y por lo tanto situando la explotación sexual de las mujeres en el conjunto de prácticas que nuestro Estado entiende incompatibles con nuestro marco constitucional y sobre las que, por tanto, pone en funcionamiento su mayor herramienta coactiva que es la sanción penal. En este sentido, deberíamos recordar cómo alguna de las previsiones a debatir, como la sanción de los sujetos prostituyentes, ya había sido incorporada en otros niveles normativos, como por ejemplo alguna ordenanza municipal. La proposición apenas tiene 3 páginas y contiene tres modificaciones sustanciales. La primera consiste en añadir al art. 187 CP un párrafo que afirma que «se impondrá́ la pena de prisión de uno a tres años y multa de doce a veinticuatro meses a quien, con ánimo de lucro, promueva, favorezca o facilite la prostitución de otra persona, aun con el consentimiento de la misma». La segunda es la reincorporación de la tercería locativa, que había sido suprimida en 1995: “El que, con ánimo de lucro y de manera habitual, destine un inmueble, local o establecimiento, abierto o no al público, o cualquier otro espacio, a promover, favorecer o facilitar la prostitución de otra persona, aun con su consentimiento, será castigado con la pena de prisión de dos a cuatro años y multa de dieciocho a veinticuatro meses, sin perjuicio de la clausura prevista en el artículo 194 de este Código. La pena se impondrá en su mitad superior cuando la prostitución se ejerza a partir de un acto de violencia, intimidación, engaño o abuso de los descritos en el apartado 1 del artículo 187” (art. 187 bis). En tercer lugar, se incluyen en este marco de reproche penal a los que de manera muy eufemística se denomina tradicionalmente “clientes” y que habría que calificar mejor como “sujetos prostituyentes o prostituidores” (o sea, puteros). En concreto, se prevé un art. 187 ter en el que se dispone lo siguiente: “1. El hecho de convenir la práctica de actos de naturaleza sexual a cambio de dinero u otro tipo de prestación de contenido económico, será castigado con multa de doce a veinticuatro meses. 2. En el caso de que la persona que presta el acto de naturaleza sexual fuese menor de edad o persona en situación de vulnerabilidad, se impondrá la pena de prisión de uno a tres años y multa de veinticuatro a cuarenta y ocho meses. 3. En ningún caso será sancionada la persona que esté en situación de prostitución”
Además de la mención en este último artículo citado, las mujeres prostituidas solo aparecen en lo previsto en la Disposición Final 1ª: “Se reconoce a todos los efectos la condición de víctimas directas del artículo 2 de la Ley 4/2015, de 27 de abril, del Estatuto de la víctima del delito, a las personas que estén en situación de prostitución como consecuencia de las conductas previstas en el apartado 2 del artículo 187 y en el artículo 187 bis del Código Penal. Estas personas gozarán igualmente de todos los derechos de asistencia integral que se reconozcan en la legislación sobre libertad sexual”. Sin duda, es ésta una de las previsiones más “endebles” de la Proposición ya que no solo insiste en la consideración de las mujeres como “víctimas” sino porque deja en el aire, a concretar supongo en un futuro, qué tipo de políticas harán posible que las mujeres supervivientes de estas prácticas logren tener un proyecto vital y profesional digno.
Con independencia de que, y aunque pueda parecer obvio, esta proposición es eso, solo una proposición que habrá de ser debatida, enmendada y finalmente en su caso aprobada por el Congreso y luego por el Senado, lo que sí debería quedarnos claro es que esta apuesta política es, en todo caso, solo un primer paso en el largo proceso que debería suponer incorporar a la agenda pública un horizonte abolicionista. Un proceso en el que, de entrada, tendríamos que valorar con rigor y seriedad, a ser posible sin iras frentistas, qué consecuencias puede tener la entrada en vigor y aplicación de las medidas penales previstas sobre las mujeres prostituidas. Sería al parecer un error poner en marcha el aparato coactivo del Estado sin, en paralelo, e incluso anticipadamente, haber previsto una serie de programas sociales y económicas, con la suficiente dotación de recursos, que permitieran a dichas mujeres tener otras opciones de vida y, en muchos casos, de supervivencia. Al mismo tiempo, habría que tener presente la urgencia de prever también los suficientes marcos garantistas en materia de migración, dado que una mayoría de mujeres que sufren esta explotación son migrantes en situación irregular. Y, en todo caso, habría que prever una serie de mecanismos preventivos que, de manera transversal, abordaran todas las ramificaciones posibles de la trata de mujeres con fines de explotación sexual. Una cuestión que desborda el marco nacional y que nos lleva necesariamente a los complejos territorios del Derecho Internacional, tanto público como privado.
En fin, un horizonte abolicionista no puede ni debe plantearse solo y exclusivamente como una respuesta penal ante una gravísima violación de derechos humanos. De la misma manera que no solo desde el Código Penal acabaremos con la violencia de género o con las múltiples violencias sexuales que sufren mujeres y niñas. Necesitamos, y esto sí que es urgente en estos tiempos reactivos, medidas educativas y socializadoras que nos permitan superar una cultura machista que ha institucionalizado la prostitución, y con ella un determinado entendimiento no solo de la sexualidad sino de los sujetos hombre y mujer. Y ello pasa, sí o sí, por un trabajo singular con los hombres, con los chicos más jóvenes, con unas masculinidades que hoy encuentran en la sexualidad un espacio donde mantener el dominio que han ido perdiendo progresivamente ante las conquistas democráticas del feminismo. De alguna manera, y aunque pueda parecer muy radical mi conclusión, abolir la prostitución pasa, sí o sí, por “abolir la masculinidad”. Y esto sí que no se consigue a fuerza de ley. Me temo.